Testimonios



52 años fumando… y luego lo dejé sin estrés

Sin promesas, solo acción


Por Fernando Wambier


Todavía puedo recordar el olor de aquel primer cigarrillo, a principios de los años 70. En ese tiempo el humo estaba en todas partes: en oficinas, restaurantes, pasillos de hospitales y hasta en los aviones, donde los pasajeros apagaban el cigarro justo antes de que sirvieran la comida. No se preguntaba si alguien fumaba, la pregunta era otra: “¿qué marca prefieres?”.


Yo era joven, recién llegado al trabajo, y fumar era casi un pase de pertenencia. Quien no fumaba quedaba un poco al margen. Así empecé, con una mezcla de curiosidad, presión social y ganas de encajar.


Con el tiempo lo usaba para todo: un pretexto para salir a estirar las piernas, una excusa para charlar, o simplemente un botón de pausa en medio del trabajo. Sabía que me estaba dañando, pero siempre estaba allí, a mano, como un truco viejo que uno repite aunque ya no funcione del todo.


Viajaba con frecuencia por el mundo gracias a mi trabajo de International Business Consultant. Aeropuertos, hoteles, salas de reuniones… ese ir y venir constante tenía una ventaja inesperada: a menudo encontraba a alguien que había logrado dejar de fumar. Y cuando lo sabía, no lo dudaba: le preguntaba cómo lo había conseguido. Lo hacía con curiosidad casi infantil, sin ningún pudor. Escuchaba con atención, guardaba cada historia como si fuera una pista para mi propio camino. Y aunque yo mismo volviera a encender un cigarro al poco tiempo, esas experiencias me dejaban una chispa de ánimo, una especie de recordatorio de que sí era posible. Fue un juego de intentos y recaídas que se repitió durante décadas… hasta que un día de 2017, por fin, gané la partida.


Intenté dejarlo muchas veces. Perdí la cuenta. Probé con fuerza de voluntad, con fechas “mágicas”, con chicles de nicotina, con libros. Siempre lograba resistir un tiempo, hasta que una semana complicada o un momento de debilidad me devolvía al mismo punto. No era falta de carácter: simplemente las fórmulas que probaba no eran las mías.


En 2017 algo cambió. No hubo un drama ni un ultimátum, solo una sensación serena y firme: “esta vez lo haré distinto”. Lo primero fue pedir ayuda. Reconocí que quizás no podía solo y eso estaba bien. Con mi médico diseñamos un plan realista. Usé parches de nicotina durante doce semanas, lo que me dio estabilidad y evitó un síndrome de abstinencia seco. Para los momentos más difíciles recurrí al spray de nicotina, rápido y eficaz. Esa combinación me quitó el miedo y me dio algo nuevo: la certeza de que no estaba indefenso.


También transformé mis hábitos. Descubrí que fumar era un ritual, así que cambié los gestos. Donde antes había un cigarrillo, puse un vaso de agua. Me regalé pausas conscientes: mirar por la ventana, cerrar los ojos, respirar hondo. Y empecé a caminar media hora al día. Al principio era solo movimiento, luego se volvió un reinicio. El aire fresco, el ritmo de los pasos y la sensación de habitar mi cuerpo me devolvieron una calma que el cigarro jamás me dio.


La tercera pieza fue no hacerlo solo. Me uní a un grupo y encontré personas que entendían exactamente lo que se siente cuando la primera tentación del día aparece o cuando el estrés amenaza con arrastrarte. Compartíamos experiencias, nos reíamos de nuestras tretas para evitar recaídas y hablábamos sin máscaras. La sensación de estar acompañado era impagable: en mis días débiles, otros me sostenían; en mis días fuertes, yo sostenía a alguien más.


Los primeros días sin fumar fueron extraños, como si me faltara un reloj interno. Pero pronto llegó la libertad: sin interrupciones, sin planear dónde fumar, sin la ansiedad de la próxima dosis. A cambio aparecieron más energía, mejor humor y una mente más clara. Era como si la vida recuperara colores que el humo había escondido durante años.


Hoy acompaño a otros en ese mismo camino, tanto a empresas como a personas que buscan dejarlo. Lo hago sin fórmulas mágicas, sin sermones y sin promesas vacías. Solo con herramientas que funcionan y con la experiencia real de alguien que estuvo ahí durante más de medio siglo.


El momento perfecto para dejarlo no existe. No hay un lunes milagroso ni un primero de enero que lo haga más fácil. Lo único que importa es empezar. Quizá hoy, quizá mañana. Y después, seguir caminando, un paso tras otro.


Dejar de fumar: la mejor inversión de mi vida

Dejé el cigarro sin ansiedad, sin milagros… y descubrí que era más fácil de lo que dicen


Por Fernando Wambier – basado en el testimonio de Andrew S. (Wayne, PA, EE. UU.)


El momento de abrir los ojos

Tengo 47 años, vivo en las afueras de Filadelfia y dirijo una asesoría fiscal con más de veinte empleados.
Mi trabajo va de lógica, estrategia y control… pero mi vida tenía una contradicción enorme: fumaba hasta 50 cigarrillos al día. Empecé a los 14 y el tabaco se metió en todos los rincones de mi rutina: al despertar, después del café, al salir de reuniones, en el coche…

Intenté dejarlo muchas veces, pero siempre igual: ansiedad, mal humor, insomnio… y recaída. Un día escuché a un colaborador susurrarle a otro: “Se le nota en la mirada… está roto por dentro”. Ese comentario me golpeó. No solo estaba dañando mi salud, también mi forma de liderar y la armonía en casa.


Esta vez, nada de medias tintas

Decidí que este intento sería el definitivo. Fui a mi médico y opté por un plan integral: sin medicamentos ni parches, pero con tres herramientas que juntas marcaron la diferencia: un grupo de apoyo, hipnosis clínica y auriculoterapia.


El grupo: no pelear solo

Entrar en una terapia grupal fue como pasar de remar solo a navegar con tripulación. Durante ocho semanas, compartimos el camino con otras personas que también querían dejar de fumar sin sufrir.
En ese espacio, la sinceridad era total: hablábamos de los momentos de tentación, nos reíamos de nuestros trucos para esquivarla y celebrábamos cada pequeño avance. El grupo no solo me sostuvo en los días difíciles; me enseñó estrategias para cambiar hábitos y no caer en viejos patrones.


La hipnosis: apagar el piloto automático

Confieso que al principio dudaba. Pero la hipnosis clínica no tiene nada que ver con shows ni péndulos. Es un estado de concentración profunda y relajación en el que tu mente está más abierta a replantearse hábitos.
Ahí, el terapeuta me ayudó a romper las asociaciones automáticas con el cigarro: ese café que “pedía” un pitillo, esa pausa después de una reunión, ese momento de estrés que lo desencadenaba. Fue como desactivar el piloto automático que me llevaba siempre al mismo gesto.


La auriculoterapia: calmar el cuerpo

La auriculoterapia viene de la medicina tradicional china y parte de que la oreja es un mapa del cuerpo. Se estimulan puntos específicos —en mi caso, sin agujas, con pequeñas semillas— para ayudar a reducir la ansiedad y equilibrar el sistema nervioso.
En los primeros días, cuando la ansiedad y la irritabilidad suelen estar por las nubes, fue como bajar el volumen de esas sensaciones. No hizo que las ganas desaparecieran por completo, pero sí las volvió manejables.


Un cambio definitivo

La noche antes del “día cero” hice limpieza total: ceniceros, encendedores, paquetes… todo fuera. La primera mañana sin fumar fue dura, pero llegué a la sesión con el grupo sin haber encendido ninguno. Desde entonces, no volví.

Hoy, dos años después, no solo dejé de fumar: ya no lo necesito. Duermo mejor, tengo más energía, pienso con más claridad y, sobre todo, lidero con calma, foco y coherencia.


La mejor inversión

Dejar el cigarro no me costó millones ni requirió milagros. Lo que me dio no tiene precio: libertad. Y esa libertad me acompaña cada día, en mi trabajo, en mi casa y en cada respiración.


No dejamos de fumar por miedo, lo hicimos por sentido

Por Fernando Wambier – basado en el testimonio de Conchita y Manuel M. (Barcelona, España)


Somos Conchita y Manuel, pareja y veterinarios en Barcelona. Desde siempre intentamos vivir en coherencia con nuestros valores: comer de manera saludable, mantener el contacto con la naturaleza y ejercer una profesión que sentimos como vocación. Creemos en cuidar, acompañar y dar vida. Pero había algo que no encajaba en esa armonía: fumábamos.


Encendíamos cigarrillos entre consultas, en los trayectos de un cliente a otro o incluso paseando por el parque. Era parte de nuestro día, una costumbre que nos parecía imposible de romper. Y aunque sabíamos que nos restaba salud, energía y autenticidad, no encontrábamos el modo de salir de esa rueda. Intentamos reducir, dejamos alguna vez de golpe, pero la ansiedad y el vacío nos devolvían al punto de partida. En silencio, cargábamos con la contradicción de promover la salud y, al mismo tiempo, dañar la nuestra.


El punto de inflexión llegó de manera inesperada, en una boda en Portugal. Allí conocimos a Jacinta, una psicóloga que nos sorprendió por su serenidad. Nos contó cómo había dejado de fumar sin sufrir, apoyándose en yoga, relajación y un cambio profundo de perspectiva. Sus palabras encendieron una chispa: nos mostró que el cambio no tenía que vivirse como un castigo ni como un esfuerzo titánico, sino como un proceso con sentido.


Esa experiencia nos hizo mirarnos de frente. Descubrimos que no fumábamos por placer, sino por rutina, estrés y por un deseo de control que nunca se saciaba. El cigarro era un parche momentáneo, pero detrás solo quedaba cansancio, incoherencia y un desgaste constante. Comprendimos que lo que necesitábamos no era más fuerza de voluntad, sino redirigir nuestra energía hacia algo que realmente nos sostuviera.


Así que buscamos ayuda – y la encontramos con acompañamiento profesional. Una parte del proceso incluyó el chicle de nicotina, que nos sostuvo en los momentos críticos. El chicle libera pequeñas dosis controladas de nicotina, aliviando los síntomas de abstinencia y reduciendo las ganas de fumar, pero sin los efectos nocivos del tabaco. Para nosotros fue como un puente en las primeras semanas, hasta que el impulso de encender un cigarrillo empezó a desaparecer. Al mismo tiempo, nos apuntamos a un retiro de yoga en Asturias.


Allí, rodeados de montañas y silencio, encontramos lo que estábamos buscando: una calma genuina. El yoga funciona combinando posturas físicas, técnicas de respiración y relajación para reducir el estrés, equilibrar el cuerpo y mejorar la claridad mental. Aprendimos a respirar más profundamente, a manejar la ansiedad mediante la meditación y a liberar tensiones en la esterilla. En lugar de luchar contra el tabaco, construimos nuevas rutinas más sanas.


Y en medio de ese proceso, algo más profundo empezó a tomar forma. En largas conversaciones y momentos de introspección, recordamos un sueño que siempre nos había rondado: abrir un refugio para animales, especialmente aquellos en situación de vulnerabilidad, ancianos o enfermos. Lo que hasta entonces había sido un anhelo, se convirtió en acción. Preparamos un espacio, nos organizamos y dimos el paso.


Ese proyecto fue mucho más que un objetivo. Se transformó en nuestro verdadero sustituto del cigarro. Lo que antes buscábamos en él —una vía de escape, alivio, una forma de dar estructura a los días— lo encontramos en el refugio: en cada rescate, en cada mirada agradecida, en cada vida salvada. Allí encontramos propósito, motivación y coherencia. Y, con el tiempo, nos dimos cuenta de que ese era el verdadero motor que nos mantenía firmes.


Hoy, seis años después, seguimos sin fumar. Respiramos mejor, trabajamos con más energía y sentimos que vivimos de una forma más auténtica. Pero lo más valioso es la coherencia: esa sensación de que lo que pensamos, decimos y hacemos ahora camina en la misma dirección.


El cambio incluso trascendió nuestro círculo personal. Uno de nuestros colaboradores decidió dejar de fumar, inspirado por nuestra experiencia. Lo acompañamos en su proceso y fue emocionante ver cómo también él recuperaba energía y confianza. Aquello nos confirmó algo fundamental: cuando una persona recibe apoyo y ejemplo, gana salud y compromiso. Y cuando una organización facilita esos procesos, su cultura se fortalece y se hace más humana.


Dejar de fumar, para nosotros, no fue un acto de miedo ni de represión. Fue un acto de amor propio, de coherencia y de sentido. Y esa es la fuerza que hasta hoy nos mantiene libres.


Mi peor paciente era yo misma: la dentista que dejó de fumar
Por Fernando Wambier – basado en el testimonio de Denise K. (Río de Janeiro, Brasil)


Soy dentista y fumé durante más de 20 años. Empecé a los 16, casi como un juego social, siguiendo a amigas mayores y sin pensar demasiado en las consecuencias. Al principio eran unos pocos cigarrillos en fiestas o encuentros, pero con el tiempo se fue colando en mi rutina diaria. Primero al despertar, luego entre pacientes, después de una jornada estresante, y más tarde… en cualquier momento. Fumar se volvió automático. Aunque trabajaba en el área de la salud, lo vivía como algo “normal”, casi invisible. Hasta que dejó de serlo.


Por más que me cuidara, el olor del cigarro se filtraba a través de los guantes y la mascarilla. No lo podía disimular. Algunos pacientes lo notaban con una mirada incómoda, otros con un comentario en tono de broma, pero todos lo percibían. Y yo también: mis dientes empezaban a amarillear, la piel se veía más opaca, mi aliento cambiaba y mi energía ya no era la misma. Esa contradicción se volvió insoportable: ¿cómo podía hablar de salud bucal y prevención mientras yo misma me estaba dañando? Fue entonces, a los 36, cuando decidí dejar de fumar.


Lo intenté sola, una y otra vez, pero fue mucho más difícil de lo que pensaba. La abstinencia me golpeaba con fuerza: irritabilidad, ansiedad, dificultad para concentrarme. Sentía que no podía escapar de esa rueda. Lo primero que realmente me ayudó fue el spray bucal de nicotina. Esta vez fue diferente, porque en intentos anteriores me había lanzado sin apoyo, confiando solo en mi fuerza de voluntad, y siempre terminaba cediendo ante la ansiedad. El spray cambió las reglas del juego: es pequeño, discreto y libera una dosis precisa de nicotina a través de la mucosa de la boca. Su efecto es casi inmediato: calma la necesidad urgente de fumar en menos de un minuto, justo en ese instante en que la tentación parece más fuerte que uno mismo. Lo llevaba siempre conmigo, en el bolsillo de la bata o en el bolso, como un salvavidas personal. Usarlo me dio la seguridad que necesitaba para atravesar los momentos críticos sin recaer. Saber que tenía esa herramienta a mano me permitió resistir impulsos que antes parecían invencibles y, sobre todo, me hizo sentir que esta vez no estaba luchando a ciegas, sino con un recurso concreto y eficaz que me mantenía firme en mi decisión.


Además, empecé a observarme con lupa. Decidí registrar cada cigarro que fumaba: cuándo, por qué, con quién, cómo me sentía. Descubrí algo revelador: la mayoría eran automáticos, casi inconscientes. No fumaba porque lo necesitara, sino porque lo asociaba a gestos cotidianos: un café, una pausa entre pacientes, una llamada difícil. Esa observación me ayudó a anticipar las trampas y a cambiar rutinas: sustituí el café por té, sumé caminatas cortas, aprendí a hacer pausas sin cigarro, evité locales donde la gente fuma, donde sabía que la tentación sería más fuerte.


Mi primera semana sin fumar la viví fuera de la ciudad, en un pequeño hotel en la sierra de Petrópolis, rodeada de verde, niebla y silencio. Estaba lo suficientemente cerca de Río, pero lejos del ruido del mundo y de todas las distracciones que me empujaban al viejo hábito. Ese retiro improvisado me dio aire. En medio de la tranquilidad de la montaña, pude escucharme de verdad y reafirmar mi decisión. Fue un espacio para desintoxicar el cuerpo, pero también para ordenar la mente.


Han pasado cinco años, y el cigarro no volvió a formar parte de mi vida. Hoy me siento más coherente con mi profesión, más alineada con lo que transmito a mis pacientes. Tengo más energía, autoestima y claridad para trabajar. Lo curioso es que el mayor impacto no lo vi solo en mí, sino en quienes me rodean. Una de las asistentes de la clínica, que fumaba desde muy joven, me confesó que mi proceso la inspiró a intentarlo. Le compartí lo que me había servido, la animé a usar también el spray, a observar sus hábitos, a no castigarse por los tropiezos. La acompañé paso a paso… y hoy lleva más de un año sin fumar.


Ese momento me abrió los ojos: dejar de fumar no es únicamente una decisión personal. También es una oportunidad de influir positivamente en quienes nos rodean. El bienestar se contagia. Cuando alguien da el paso, inspira. En casa, en el trabajo, en los vínculos más cercanos.


¿Qué me ayudó?
✔️ Observar mis hábitos y anotar lo que hacía de forma automática.
✔️ Reemplazar disparadores, no solo resistirlos.
✔️ Pedir comprensión en casa y en el trabajo, en lugar de cargar sola.
✔️ Usar el spray de nicotina en momentos de urgencia, sin culpa.


Si alguien está pensando en dejarlo, no hace falta esperar el “momento perfecto”. Ese momento rara vez llega. El mejor instante es cuando se toma la decisión. Y sí, se puede.


El perrito que me ayudó a dejar de fumar

Por Fernando Wambier – basado en el testimonio de Dieter W. (Salzburgo, Austria)


Nunca imaginé que una invitación colgada en el tablón de anuncios del trabajo podría cambiarme la vida. Yo había fumado durante casi cincuenta años. Lo que comenzó como una imitación adolescente, casi un juego para parecer mayor, terminó convirtiéndose en una rutina sólida, pegajosa, que me acompañó a lo largo de toda mi carrera profesional.


Durante más de tres décadas fui jefe de cocina en un elegante hotel escondido entre las montañas de los Alpes austriacos. Era un entorno hermoso, sí, pero también exigente: el ritmo en la cocina era frenético, el nivel de presión altísimo y los descansos, escasos. En ese escenario, el cigarrillo se veía como una pausa legítima, una pequeña recompensa. Además, la mayoría de mis colegas fumaba; era algo normal, parte de la cultura laboral. Encender un cigarrillo no era solo un acto personal, era también un momento de camaradería, casi un ritual compartido. Así, fumar se volvió automático: estaba presente en la tensión antes del servicio, en el alivio tras una jornada intensa, en los ratos de cansancio acumulado.


Intenté dejarlo varias veces. Probé métodos, me prometí a mí mismo que sería la última cajetilla, incluso llegué a pasar unos días sin fumar. Pero siempre encontraba una excusa para volver: el estrés, la rutina, el cansancio, o simplemente la costumbre. Con los años, sin embargo, el cigarro dejó de darme calma. Lo encendía y ya no me producía el mismo efecto. En su lugar, empecé a sentir un agotamiento más profundo. No era físico, sino emocional, como si la chispa se hubiera apagado. Y entonces algo en mí empezó a resquebrajarse.


Un día cualquiera, mientras caminaba por los pasillos del hotel, vi un aviso en el tablón de personal. Decía que la dirección ofrecía un seminario de dos semanas, allí mismo en el hotel, para quienes quisieran dejar de fumar. Al leerlo, mi primera reacción fue de escepticismo. “Después de tantos años fumando, ¿qué me va a ayudar un seminario?”, pensé. Pero algo en mí me empujó a inscribirme. Fue una decisión casi automática, sin grandes expectativas… y resultó ser el punto de inflexión de mi historia.


Las reuniones con el grupo fueron una sorpresa. No había juicios ni sermones; lo que encontré fue apoyo, comprensión y, sobre todo, información clara. Por primera vez entendí cómo funcionaba mi adicción y descubrí herramientas prácticas para empezar a soltarla. Probé el parche de nicotina, que libera la sustancia lentamente a través de la piel y reduce la ansiedad. Me sorprendió lo eficaz que resultó.


Al mismo tiempo, comencé a hacer pequeños cambios que me conectaban con una versión más sana de mí mismo. Dejé por completo el alcohol, reduje el café, tomé más agua y empecé a salir a caminar con más frecuencia. Esas caminatas al aire libre, rodeado de montañas, se convirtieron en un refugio donde volvía a sentirme presente y en paz. Descubrí que el silencio, el aire fresco y los pasos tranquilos me daban lo que el cigarrillo ya no podía darme: tranquilidad y equilibrio.


Y justo en medio de ese proceso apareció, casi como por azar, un nuevo aliado: un perro salchicha, terco y encantador, que llegó a mi vida en ese mismo período. Adoptarlo fue otra de esas decisiones aparentemente pequeñas, pero con un gran impacto. Salir a caminar con él cada mañana y cada tarde no solo reforzó mi nuevo hábito saludable, sino que me dio una compañía leal y constante. El perro se convirtió, sin que yo lo buscara, en el verdadero sustituto a largo plazo del cigarrillo. Allí estaba él, tirando de la correa, recordándome que había cosas mucho más valiosas que un pitillo entre los dedos.


Me jubilé poco después de dejar de fumar, a los 67. Hoy tengo 73 y me siento más ligero, más creativo y, sobre todo, más libre. Volví a experimentar una energía física y mental que había olvidado que existía. Descubrí que dejar de fumar no fue un acto heroico, ni una batalla épica, sino una decisión realista y a tiempo.


Y todo comenzó con algo tan simple como una propuesta en el lugar donde durante años había normalizado el hábito: mi trabajo.

A veces, no se trata de fuerza de voluntad sobrehumana, sino de recibir el impulso adecuado en el momento justo… y de tener a tu lado una buena compañía, aunque sea de cuatro patas.


Me ahogaba… y aún así seguía fumando

Por Fernando Wambier – basado en el testimonio de Elizabeth G. (Londres, Reino Unido)


Soy Elizabeth, tengo 48 años, vivo en Londres y trabajo en el sector inmobiliario de lujo. Fumé durante 34 años. Hoy, casi un año después de haber apagado mi último cigarro, puedo decirlo sin miedo y con alivio: dejar de fumar me salvó la vida. Y también me devolvió algo que creía perdido: la paz conmigo misma.


Encendí mi primer cigarro a los 14 años. Era solo una niña, pero yo lo sentía como un pasaporte a la adultez. Aquel humo áspero me hizo toser, pero también me hizo sentir fuerte, distinta, parte de algo. Nunca imaginé que esa primera bocanada sería el inicio de una historia que ocuparía más de la mitad de mi vida. Durante tres décadas el tabaco estuvo en todo: en mis celebraciones y en mis derrotas, en los ratos de soledad y en las negociaciones tensas de mi trabajo. Era compañía en los momentos de euforia y muleta en las caídas. Creía que me ayudaba a pensar, a mantenerme firme frente a clientes complicados o decisiones difíciles. Pero en realidad me estaba robando poco a poco la energía, el aire y la confianza.


Intenté dejarlo muchas veces. Parches, hipnosis, meditación, chicles de nicotina… la lista es larga. Siempre lo hacía con la ilusión de que esa vez sería diferente. Pero siempre volvía. El cigarro era como una sombra que me seguía a todas partes, recordándome que nunca estaba del todo libre. Y lo peor era la culpa. Cada recaída me hacía sentir débil, avergonzada, prisionera de algo que yo misma encendía.


El golpe más duro llegó en Mallorca. Recuerdo esa noche como si fuera ayer: estaba agotada después de semanas de trabajo intenso. De repente, sentí que me faltaba el aire, como si alguien apretara mi pecho con una mano invisible. No podía respirar. Me llevaron a urgencias, me conectaron a oxígeno, y mientras escuchaba el pitido de las máquinas, sentí miedo de morir ahí mismo, sola, con los pulmones en llamas. El médico fue brutalmente claro: “Si sigue fumando, no le queda mucho tiempo.”


Salí del hospital aterrada. Lloré, recé, prometí dejarlo. Y aun así, a los pocos días, volví a encender un cigarro. Esa fue quizás la peor humillación de todas: darme cuenta de que ni siquiera el miedo a la muerte había sido suficiente. Fumaba con rabia, con culpa, como quien se hiere a sí mismo a sabiendas. Es difícil explicar el peso de esa contradicción: querer vivir y, al mismo tiempo, hacerse daño.


De regreso en Londres decidí pedir ayuda. Mi médico me recetó bupropión y me explicó algo que cambió mi forma de ver las cosas: fumar no era un simple mal hábito. Era una adicción que había secuestrado mi cerebro. No se trataba de ser fuerte o débil, sino de comprender que necesitaba apoyo real. Ese alivio —saber que no era solo mi falta de carácter— me abrió la puerta a intentarlo de otra manera.


Al octavo día de tratamiento, encendí lo que sería mi último cigarrillo. No hubo un gesto dramático, ni lágrimas, ni ritual. Fue un momento sencillo, casi banal. Pero dentro de mí supe que esa calada era la última. El medicamento había calmado la compulsión y me dio el espacio que necesitaba para elegir. Y esta vez elegí vivir.


No lo hice sola. Me uní a un grupo de apoyo y encontré en esas reuniones algo que nunca había tenido: la sensación de que alguien entendía exactamente lo que yo sentía. Escuchar a otros, compartir mis miedos, reírme de nuestras historias comunes… fue un bálsamo. Esa red de gente que estaba en el mismo camino me sostuvo más de una vez.


Las primeras semanas, que siempre había imaginado como un infierno, fueron sorprendentemente tranquilas. Descubrí que podía salir a caminar sin necesidad de llevar cigarrillos en el bolso. Volví al yoga y aprendí a escuchar mi respiración de una manera nueva, como si cada inhalación fuera un regalo. Cuidé lo que comía, dormí mejor, y poco a poco empecé a reconocerme en un cuerpo menos cansado. El estrés no desapareció, claro, pero ya no era el amo de mis días. Aprendí que podía sostener mis nervios sin humo de por medio.


El cambio se notó también en el trabajo. Tenía más paciencia con mis clientes, más claridad en las decisiones. Mi mente ya no estaba ocupada en calcular la próxima “pausa para fumar”. Sentía que estaba realmente presente en las reuniones, en las conversaciones, en mi propia vida. Esa presencia, esa energía recuperada, no solo me benefició a mí: también potenció mi carrera.

Hoy, casi un año después, no he vuelto a tener ataques de asma. Me despierto sin esa tos que me acompañó durante años. Disfruto de un café sin el apuro de encender un cigarro al lado. Y lo más importante: ya no siento que el tabaco sea más fuerte que yo. El cigarrillo ocupó 34 años de mi vida, pero no ocupará ninguno más.


Dejar de fumar no fue simplemente apagar un cigarro. Fue apagar una cárcel, romper un pacto con algo que me estaba matando despacio. Fue recuperar mi cuerpo, mi tiempo y mi voz. Hoy me miro al espejo y me reconozco libre. Y sé que la verdadera fuerza no estaba en encender otro cigarro para seguir, sino en atreverme a apagarlo para siempre.